Todo empieza temprano, en Torla, cuando el valle aún está en sombras y el silencio tiene otro peso. Las mochilas se ajustan sin hablar mucho, y el bus nos deja en la Pradera. Desde ahí, todo se inclina. El cuerpo lo nota, pero no protesta. El paso de la Fajeta impone, estrecho, vertical, sin margen para el error. Pero una vez dentro de la Faja de las Flores, el mundo se abre. Caminamos suspendidos sobre el abismo, con Ordesa entero desplegado bajo nuestros pies. Es tan hermoso que cuesta asumirlo. La llegada a Góriz es dura pero serena. Primera noche, primer silencio real.
El segundo día nos movemos más ligeros. Dejamos atrás lo que pesa y subimos solo con lo necesario. El camino al Monte Perdido no engaña: se endurece paso a paso. La Escupidera, sin nieve, es solo piedra suelta, pero cada zancada acerca algo. Y cuando llegamos arriba, todo encaja. 3355 metros. El vacío alrededor. Y esa sensación de haber llegado a un lugar que no está en ningún mapa. El descenso es lento, más por emoción que por piernas.
Al tercer día volvemos a subir. El cuerpo ya no se queja, se adapta. El camino hacia la Punta de las Olas es amplio, amable, pero cuando nos desviamos hacia la arista de Añisclo, todo cambia. El terreno se vuelve salvaje, suelto, crudo. La última pala es brutal. Pero arriba, en la cima, se abre otro Pirineo. Más árido, más roto, más bello. Y allí, en lo alto, entendemos que hay montañas que no se suben: se atraviesan por dentro. Bajamos en silencio, de nuevo a Góriz, que ya se siente un poco como casa.
El último día es despedida. Bajamos por Soaso, cruzamos la Cola de Caballo, y tomamos la Faja de Pelay. El valle se estira ante nosotros como un recuerdo reciente. La Senda de los Cazadores parece no acabar nunca, pero ya no importa. Al llegar al fondo, al bosque, a la pradera… algo se queda atrás. O algo se queda dentro. Nunca se sabe.