Todo empieza antes de salir. En la mochila, en lo que dejas atrás. En ese momento en el que cierras la cremallera y sabes que algo va a cambiar.
Panticosa es solo el inicio, pero ya impone. El balneario parece ajeno al mundo, como un vestigio antiguo antes de entrar en otro tiempo. Empezamos a caminar tarde, sin prisa. La montaña aún no exige. Subimos entre bosque y piedra, con la conversación suave. Al llegar a Bachimaña, el aire se vuelve otro. Dormimos mirando el agua, sabiendo que esto solo es la puerta.
La segunda jornada sube el tono. Los ibones nos rodean, pero ya no son descanso: son parte del esfuerzo. Cascadas, neveros, el Collado de Tebarray que aparece sin ruido y te muestra el mundo desde arriba. En silencio, todos miramos. Y luego bajamos hacia Respomuso, rodeados de cumbres que no sabíamos que eran tan grandes. El refugio parece una isla entre gigantes.
La tercera etapa es cruce. De país, de clima, de ritmo. Cambalès es un paso que se siente más allá de lo físico. Allí ocurrió el baño, sí. En agua helada, improvisado, absurdo. Pero también fue un gesto de entrega: como si necesitáramos limpiarnos antes de seguir. Francia nos recibe con ibones detenidos y caminos que no terminan. Wallon nos abraza entre árboles, con una calma distinta.
El cuarto día es brutal. Largo, intenso, hermoso. Pasamos por el Pont d’Espagne como quien cruza una pintura. Pero luego viene el ascenso real. El Lac de Gaube te atrapa con su espejo, pero la mirada ya está más arriba. Subimos sin hablar mucho. La piedra domina, el viento corta. Bayssellance aparece entre niebla y roca. Dormimos allí, a los pies del Vignemale, sabiendo que estamos en la cumbre del viaje.
La última jornada es cierre. Pero no de los fáciles. El Circo del Ara no regala nada. Es remoto, salvaje, sin artificios. El Valle se abre y nos recuerda que estamos lejos de todo. Solo nosotros, el silencio, y la última subida al Collado de Brazatos. Ese paso final duele, pero no por el cuerpo: duele porque sabes que es el final. Que ya no hay más.
Volvemos a Panticosa. La misma piedra, el mismo lugar. Pero no somos los mismos.
Nunca lo somos después de cruzar un territorio así.